8.3.07

Buenos muchachos: El incendio de un sueño

Buenos muchachos (1990), el imprescindible filme de Martin Scorsese, es el testimonio de un sujeto llamado Henry Hill sobre su vida como parte de la mafia italiana instalada en su barrio de Brooklyn (El guion está basado en el libro Wise guy de Nicholas Pileggi, que cuenta la experiencia del Henry Hill real). El director se sirve de una narración casi por completo lineal que muestra paulatinamente el ascenso, el esplendor y la caída del personaje principal. Desde niño, el sueño de Henry era convertirse en un gangster, y ese deseo pronto se hace realidad. El primer contacto con la mafia resulta definitivo. Desde entonces, lo veremos introducirse en el mundo del crimen con mucha naturalidad, y sobre todo manejarse con cierta habilidad al momento de resolver situaciones clave con las que consigue ganarse del todo al bando gangsteril. En ese sentido, Buenos muchachos es, a la vez, una crónica, desde adentro y ampliamente detallada, sobre la mafia de la segunda mitad del siglo XX, sobre su modus operandi, y sobre la relación entre los miembros de la organización (ese peculiar sentido de amistad y lealtad con que se manejan).

Henry convive con individuos de la peor laya. Él mismo es ya uno de ellos. Scorsese nos muestra diversos perfiles sicológicos al interior de la mafia: Jimmy Conway, el líder y gangster implacable, interpretado por Robert de Niro; el impulsivo y radical Tommy, caracterizado por Joe Pesci; o incluso Paul Cicero, ese tipo de pocas palabras pero experto manipulador que compone Paul Sorvino. Lo que se busca es, pues, que el espectador conviva con ellos en el transcurso de sus peripecias, para intentar comprender por qué estos personajes se instalaron en la mafia y viven la vida que llevan. Pero, a medida que transcurre la película, la respuesta a ese cuestionamiento, lejos de aclararse, alcanza múltiples aristas, pero ninguna definitiva: lo que Scorsese persigue es hacer que el espectador repare en que, sea el tipo de persona que sea, no existe explicación suficiente que determine cabalmente por qué un individuo decide convertirse en gangster.

Henry Hill, interpretado por Ray Liotta, es un personaje fascinante. No podemos decir de él que sea una mente criminal brillante, ese autor intelectual necesario a la hora de tramar los mejores golpes; tampoco posee el liderazgo ni la destreza de someter a cualquiera; y por último, ni siquiera es un sicario, un verdugo de sangre fría. Entonces ¿cómo es que Henry, a pesar de su sangre irlandesa, consigue escalar posiciones al interior de una organización tan violentamente cerrada sobre sí misma? Es su propia personalidad, tan mediocre, lo que al principio lo ayuda en su permanencia en el grupo, pues nunca demuestra ambición por el liderazgo ni busca conflictos gratuitos: es tan solo un compañero apacible y manipulable. Pero esa misma personalidad, tan dubitativa, será la que lo lleve a su propio fin. Y es que en el fondo Henry Hill no es un gangster. Nunca consigue serlo del todo, pues no lo lleva en la sangre ni aprende a serlo. Carece del talento necesario. Su comportamiento, por más que se esfuerce, casi siempre es gris, sin brillo. Incluso su momento de esplendor es mediocre. Es solo un individuo inseguro, timorato, necesitado de pertenecer a algún grupo social que lo acoja y lo proteja.

La parte final de Buenos muchachos es impresionante: aquel sujeto que tempranamente había cumplido su sueño y que estaba destinado a tener éxito (a su manera) en la vida, se ha convertido en un ser insignificante, un cadáver viviente. Un individuo cuyo imperio ha sido destruido, cuyos amigos han sido aniquilados, y a quien no le queda otra cosa que vivir el resto de su existencia soportando cada día el asalto de esos inclementes recuerdos en los que él, alguna vez, en algún lugar, fue alguien.