1.4.07

Cartas desde Iwo Jima: El espejo japonés

Luego de la estupenda La conquista del honor, Clint Eastwood vuelve a sorprender con una cinta incluso mejor: Cartas desde Iwo Jima (2006), enfocada en la perspectiva japonesa de la sangrienta batalla ocurrida en el marco de la segunda guerra mundial. Si La conquista del honor era una película que mostraba las consecuencias de la manipulación de una fotografía por parte del gobierno norteamericano y a través de ello intentaba desmitificar la figura del héroe, Cartas desde Iwo Jima demuestra que bajo cualquier punto de vista toda guerra es un absurdo, y pretende interiorizar en el espectador la obviedad casi completamente olvidada de que la condición humana no es privativa de una sola nación.

Algunas décadas después de la guerra, son encontradas bajo tierra muchas de las cartas escritas en medio de la batalla por el general japonés Tadamichi Kuribayashi. Ocultas en esa isla inerte, las cartas operan como un elemento reivindicador de la humanidad, pues contienen la memoria de Kuribayashi, sus sentimientos más profundos, y la situación excepcional que vive junto a sus soldados. Eastwood se vale de esta oposición entre lo destruido y lo que permanece para rescatar el valor humano de individuos de una cultura distinta que parecía haber quedado sepultada tras perder la guerra.

La película abunda, pues, en contrastes entre lo vital y lo extinto. Por ejemplo, el contraste entre las escenas de candidez y distracción que viven los soldados antes del ataque norteamericano, y las estremecedoras escenas de suicidio de los mandos japoneses. Hay igualmente otro gran contraste entre aquellas fosas y túneles cavados, escenarios que anuncian la inminente llegada de la muerte, y el espacio abierto del mar y sus orillas, ganados por el ejército enemigo. E incluso entre el General Kuribayashi, con esa aparente serenidad que demuestra frente a sus subordinados, y aquellos novatos soldados japoneses que transitan por esos pasadizos subterráneos entre el estallido de las bombas, la incomprensión absoluta de lo que acontece en la isla y el horror ante la proximidad de la muerte.

El General japonés Kuribayashi es quien tiene la responsabilidad de elaborar constantes estrategias de resistencia japonesa, con frecuencia entre la admiración y la desconfianza de sus subordinados. Tarea harto difícil, pues debe cargar sobre sus hombros las ya sentenciadas vidas de sus hombres, en quienes se manifiesta el temor humano frente a la muerte. Kuribayashi, aunque no lo exterioriza, siente lo mismo que ellos. Pero aunque sabe que será vencido, su verdadero drama consiste en desear una derrota lo más digna posible. Resulta interesante comparar a este personaje con soldados de rango inferior, como Saigo. A diferencia de Kuribayashi, quien sabe perfectamente su papel en la batalla, Saigo es solo un panadero enviado a la guerra que deambula sin una noción clara del por qué de la guerra ni del por qué del rol que juega en el enfrentamiento.

Filmada con un tono sobrio y taciturno, Cartas desde Iwo Jima consigue en ciertos pasajes un vuelo lírico memorable. La cinta transcurre en gran medida en los túneles al interior del monte Suribachi, lo que le otorga una sensación de opresión y claustrofobia que beneficia mucho a la narración. Asimismo, la trama se teje sobre la base de las acciones bélicas en la isla de Iwo Jima (que es un gran flashback) y, a partir de ella, a través de las historias de algunos miembros de las huestes japonesas (que son pequeñas vueltas al pasado). Acerca del enfoque de la trama, la intención del director es bastante clara: ésta y su anterior cinta guardan una profunda relación de complementariedad: en La conquista del honor, Eastwood se centraba en el lado americano y no mostraba al ejército japonés. No por desinterés, sino por todo lo contrario: ocultar al enemigo para mostrarlo sin reservas en Cartas desde Iwo Jima es un golpe de efecto genial que sirve para hacer reaccionar y reflexionar al espectador frente la naturaleza humana del “enemigo”.

El proyecto de Clint Eastwood guarda prudente distancia de aquella legión de películas americanas de guerra en las que se narra desde un solo punto de vista, se caricaturiza al enemigo y se pretende hacer aflorar en el espectador un sentimiento patriótico de enfrentamiento continuo y de supremacía frente a los demás. Sucede que, aunque filme sobre una batalla plagada de violencia y muerte, ambas cintas de Eastwood no son propiamente películas de guerra, o, mejor: no son tan solo películas de guerra. Sucede que, aunque en sus dos últimos filmes narre hechos del pasado, en realidad está hablando siempre del actual momento que vivimos. Por ello, el proyecto de Eastwood se erige como una inteligente denuncia —de un notable artista desde los predios mismos del arte— del absurdo conflicto bélico desatado alrededor del mundo y protagonizado brutalmente por el gobierno de su país.

17.3.07

El laberinto del fauno: Viaje hacia la libertad

Las escenas iniciales de El laberinto del fauno (2006) nos introducen sucesivamente en el doble viaje de la niña protagonista: primero nos muestran el traslado de Ofelia y su madre gestante al pueblo donde se encuentra el capitán Vidal, nuevo esposo de la mujer y líder del ejército franquista allí instalado. La guerra civil ha concluido pero Vidal y sus hombres deben aniquilar lo que probablemente es el último bastión de la resistencia. Luego, ya instalada en el pueblo, Ofelia es guiada hacia un laberinto subterráneo donde se encuentra con el fauno, ese extraño ser que revela a la niña su verdadera naturaleza: ella es en realidad la princesa Moanna, y debe regresar al reino de sus padres a reunirse con ellos.

Estamos ante una cinta de poderosa imaginación tanto en lo visual como en lo narrativo que además, como toda obra de arte autentica, deja amplio espacio para la especulación simbólica. En sus mejores momentos, El laberinto del fauno es una película que promueve la reflexión acerca de las categorías del bien y el mal. El mexicano Guillermo Del Toro juega con ellas al acentuar y ocultar sus diferencias alternadamente. En ese mismo sentido, uno de los elementos que mejor representa esta imprecisión es la construcción del personaje del fauno: por un lado su aspecto físico, y por otro su discurso y sus acciones, son de una ambigüedad muy lograda.

La estructura resulta un elemento clave en la película, que adquiere un ritmo entre pausado y trepidante, y gracias a ella la tensión de la narración no decae nunca. Escenas de violencia aparecen una y otra vez, algunas de una crueldad espeluznante. Pero ese nivel de violencia adquiere muy pronto rango de moneda corriente, como si sus personajes estuvieran todo el tiempo habituados a ese extremo de horror. Asimismo, el nivel de representación en ambas historias se aleja de los cánones realistas, pues una se sirve de lo fantástico, lo mítico y lo onírico; y la otra, fundamentalmente de lo alegórico. La cinta muestra dos planos o dimensiones de la realidad (que deriva una de la otra) completamente distintas entre sí. Pero conforme avanza la narración ambas dimensiones, que al principio aparecen apenas relacionados por medio de Ofelia, progresivamente se rozan hasta finalmente encontrarse.

La diferencia crucial entre ambos planos narrativos se produce a nivel simbólico: mientras que en una de las historias —la del cruel Vidal y su ejército— no hay lugar para la elección y el libre albedrío pues es el ámbito en el que todo esta ya decidido de antemano y en el que solo queda el sometimiento y la mansedumbre; en la otra historia —la del fauno y el laberinto— sí es posible la libertad, la facultad de elegir. Recordemos que el fauno se presenta en principio como una autoridad cuyos mandatos no pueden ser desobedecidos; pero en determinado momento, debido al repentino malestar de su madre, Ofelia incumplirá sus órdenes, y al final de ello no habrá consecuencias negativas de ningún tipo: se trata únicamente de probar la responsabilidad y el compromiso de la niña frente al reino de sus padres.

El capitán Vidal es otro de los personajes sabiamente elaborados. El dibujo de su perfil deliberadamente maniqueo no es un error de Del Toro sino, por el contrario, todo un logro. A mi modo de ver, no había mejor manera de enfatizar la lucha contra lo maligno. Vidal es ese lado oscuro contra el que se opone la inocencia y el ideal. Basta verlo en todas las escenas violentas de la película: enfrentándose abiertamente en los bosques con los hombres de la resistencia, torturando al prisionero, desfigurando a un pastor ante la mirada de su padre, etc. Para Vidal, los seres humanos tienen derecho a vivir únicamente si sirven a sus propios fines retorcidos. Son solo piezas utilitarias. Incluso desea con ansia el nacimiento de su hijo, aun a costa de la muerte de la madre, pues simplemente ve en ello una forma de perpetuarse. De allí que el afán de Ofelia por rescatar a su hermano de la vigilancia de su padrastro signifique no solo liberar al futuro de una convivencia con el terror, sino además de evitar que a la humanidad venidera no le quede otra opción que convertirse en los herederos del mal.

8.3.07

Buenos muchachos: El incendio de un sueño

Buenos muchachos (1990), el imprescindible filme de Martin Scorsese, es el testimonio de un sujeto llamado Henry Hill sobre su vida como parte de la mafia italiana instalada en su barrio de Brooklyn (El guion está basado en el libro Wise guy de Nicholas Pileggi, que cuenta la experiencia del Henry Hill real). El director se sirve de una narración casi por completo lineal que muestra paulatinamente el ascenso, el esplendor y la caída del personaje principal. Desde niño, el sueño de Henry era convertirse en un gangster, y ese deseo pronto se hace realidad. El primer contacto con la mafia resulta definitivo. Desde entonces, lo veremos introducirse en el mundo del crimen con mucha naturalidad, y sobre todo manejarse con cierta habilidad al momento de resolver situaciones clave con las que consigue ganarse del todo al bando gangsteril. En ese sentido, Buenos muchachos es, a la vez, una crónica, desde adentro y ampliamente detallada, sobre la mafia de la segunda mitad del siglo XX, sobre su modus operandi, y sobre la relación entre los miembros de la organización (ese peculiar sentido de amistad y lealtad con que se manejan).

Henry convive con individuos de la peor laya. Él mismo es ya uno de ellos. Scorsese nos muestra diversos perfiles sicológicos al interior de la mafia: Jimmy Conway, el líder y gangster implacable, interpretado por Robert de Niro; el impulsivo y radical Tommy, caracterizado por Joe Pesci; o incluso Paul Cicero, ese tipo de pocas palabras pero experto manipulador que compone Paul Sorvino. Lo que se busca es, pues, que el espectador conviva con ellos en el transcurso de sus peripecias, para intentar comprender por qué estos personajes se instalaron en la mafia y viven la vida que llevan. Pero, a medida que transcurre la película, la respuesta a ese cuestionamiento, lejos de aclararse, alcanza múltiples aristas, pero ninguna definitiva: lo que Scorsese persigue es hacer que el espectador repare en que, sea el tipo de persona que sea, no existe explicación suficiente que determine cabalmente por qué un individuo decide convertirse en gangster.

Henry Hill, interpretado por Ray Liotta, es un personaje fascinante. No podemos decir de él que sea una mente criminal brillante, ese autor intelectual necesario a la hora de tramar los mejores golpes; tampoco posee el liderazgo ni la destreza de someter a cualquiera; y por último, ni siquiera es un sicario, un verdugo de sangre fría. Entonces ¿cómo es que Henry, a pesar de su sangre irlandesa, consigue escalar posiciones al interior de una organización tan violentamente cerrada sobre sí misma? Es su propia personalidad, tan mediocre, lo que al principio lo ayuda en su permanencia en el grupo, pues nunca demuestra ambición por el liderazgo ni busca conflictos gratuitos: es tan solo un compañero apacible y manipulable. Pero esa misma personalidad, tan dubitativa, será la que lo lleve a su propio fin. Y es que en el fondo Henry Hill no es un gangster. Nunca consigue serlo del todo, pues no lo lleva en la sangre ni aprende a serlo. Carece del talento necesario. Su comportamiento, por más que se esfuerce, casi siempre es gris, sin brillo. Incluso su momento de esplendor es mediocre. Es solo un individuo inseguro, timorato, necesitado de pertenecer a algún grupo social que lo acoja y lo proteja.

La parte final de Buenos muchachos es impresionante: aquel sujeto que tempranamente había cumplido su sueño y que estaba destinado a tener éxito (a su manera) en la vida, se ha convertido en un ser insignificante, un cadáver viviente. Un individuo cuyo imperio ha sido destruido, cuyos amigos han sido aniquilados, y a quien no le queda otra cosa que vivir el resto de su existencia soportando cada día el asalto de esos inclementes recuerdos en los que él, alguna vez, en algún lugar, fue alguien.

24.2.07

Volver: Recobrar la armonía perdida

Buena parte del cine de Pedro Almodóvar se caracteriza, entre muchas otras cosas, por una marcada predilección por explorar el universo femenino. Es vasta la galería de mujeres o “chicas Almodóvar” que son el centro de los filmes o que suelen cargar con todo el peso de la historia. Pero en realidad el director español no busca sumergirse en la interioridad de tal o cual personaje, no estamos ante un cineasta intimista ni ante uno “de personajes”. La exploración de Almodóvar se sitúa en un nivel más integral: por encima de la intimidad, le interesa sobre todo el ser mujer; con esto quiero decir, las maneras de comportarse, las personalidades y las formas de reacción de las mujeres frente a algún suceso extraordinario. Es el caso de Volver (2006), su último filme, cuyo argumento gira en torno a una familia de mujeres, entre las que destaca Raymunda (una estupenda Penélope Cruz), una mujer con problemas familiares (su esposo ha perdido el trabajo, y además éste comienza a mirar con deseo a su hijastra) y a quien veremos atravesar de pronto una serie de situaciones que terminan por quebrar su cotidianidad.

El gran tema de la película, como puede observarse desde el título, es el pasado y las profundas relaciones que los personajes guardan con él. Si antes en las cintas de Almodóvar el presente era el tiempo que importaba, ahora es el tiempo pasado el que adquiere relieve: a partir de él se organiza la vida actual. Se trata de un pasado dinámico, vivo, que no termina nunca de cerrarse completamente y que convive con el presente. Para recuperar la armonía perdida de la familia de mujeres que retrata, la cinta del manchego pareciera constituirse bajo una premisa muy curiosa: debe aparecer quien se necesita y desaparecer quien estorba. En este punto resulta sumamente revelador que, se trate del marido de Raymunda o del dueño del restaurante, sea siempre el personaje masculino quien no tiene cabida y debe desaparecer para que las mujeres protagonistas alcancen una plenitud vital.

Pero me gusta más pensar en Volver como una historia de fantasmas. En el mundo representado en la cinta, los seres vivos experimentan todo el tiempo situaciones de dolor y de impotencia, recuerdos y resentimientos que no les permiten sobrellevar su propia existencia con tranquilidad. Quisieran poder volver a hablar con sus muertos, pues ellos se fueron de este mundo sin develar misterios o sin ofrecerles una conversación definitiva. En esa necesidad comunicativa encuentro en Volver cierta filiación con un relato del escritor español Javier Marías titulado “Cuando fui mortal”: en ambas obras los muertos, convertidos en fantasmas, son los únicos que conocen todas las respuestas. Pero en el relato de Marías, justamente al “habitar” un tiempo que no fluye, perpetuo, los fantasmas son eternamente atormentados con aquellas verdades que no quieren callar más. En cambio, en Volver quienes padecen de esa desazón o angustia son los vivos. Los fantasmas, por esa razón, deben regresar para mitigar esa falta.

A diferencia de algunos otros filmes de Almodóvar, aquí los constantes cambios de registro se sienten naturales. Aunque a veces no del todo logrados, no son bruscos ni inverosímiles. Ninguna escena es totalmente dramática ni cómica. Las situaciones de singular dramatismo encuentran un aspecto cómico y las escenas de horror (esas trepidantes escenas hitchcockianas) son ligeras y de manso sobresalto. Bondades del guion y de la mano del director, pero también de actrices como Carmen Maura, una de las culpables de que el filme ostente esa riqueza expresiva.

Por momentos me ha parecido que Almodóvar se hubiese planteado hacer una caricatura de su universo personal: a medida que avanza la película uno puede advertir la resolución de la mayoría de situaciones, que pecan de previsibles. Aunque en realidad esto no sea lo verdaderamente importante en las cintas del autor, pues no estamos ante un thriller ni mucho menos: a Almodóvar lo que le importa, al fin y al cabo, es el cine como transmisor estético de emociones intensas.

Sin dejar de lado su habitual apego por el costumbrismo ni por la sensualidad y el color que son ya su marca de estilo, Almodóvar consigue hacer creíble una historia rural que roza lo fantástico. Aunque una vez vista la película, uno se queda con una sensación extraña: una tensión entre los momentos más brillantes y potentes frente a aquellos pocos que no terminan de cuajar, sea porque se extienden o porque no fueron suficientemente desarrollados (sobre todo la parte final). Pero, ahora que escribo esto, finalmente pienso que a pesar de esas situaciones amablemente inofensivas, Volver es una película muy apreciable y recomendable, de las mejores en la filmografía del manchego.

Babel: Un mundo incomunicado

En esta última entrega de la llamada “trilogía del dolor”, precedida por Amores perros (2001) y 21 gramos (2003), el mexicano Alejandro González Iñárritu emplea una estructura similar a las cintas anteriores: las subhistorias conectadas entre sí por un motivo específico que debe atravesar todo el filme. Solo que esta vez dicho motivo no se manifiesta icónicamente a través de elementos concretos (como lo eran los perros en su primer filme), sino que está relacionado con las limitaciones expresivas frente al otro y con las consecuencias que ello acarrea. Si en Amores perros la historia se articulaba sobre la base de la debilidad humana que encontraba un paliativo en el afecto por los perros, el gran tema de Babel (2006) gira alrededor de la incomunicación y sus implicancias en la sociedad contemporánea. La incapacidad de comunicación debida en primera instancia a las barreras del lenguaje, pero también a los prejuicios y estereotipos instalados en plena “Era de la globalización”.

Una mujer norteamericana recibe accidentalmente un disparo de bala de un niño marroquí y es abandonada en el desierto únicamente al cuidado de su esposo; además, una niñera decide atravesar la frontera y llevarse a los pequeños hijos de la pareja anterior a una boda a celebrarse en México; y por último, una adolescente japonesa sordomuda obsesionada con el sexo. Estas tres subhistorias, aunque ostentan dentro del filme similar jerarquía, tienen no solo un tratamiento sino un desarrollo dispar por la naturaleza misma de sus argumentos. Pongamos como ejemplo la historia que transcurre en Japón: ésta no necesitaba un mayor desarrollo pues hubiese resultado redundante y hasta hubiese perdido fuerza. Como espectadores, nos basta con ser insertados en el contexto que rodea a la joven sordomuda para posteriormente poder penetrar en su mundo interior, en su propia naturaleza y, de este modo, en los motivos que rigen su comportamiento. Como historia independiente, la japonesa es la que deja mejor impresión debido a los mayores alcances simbólicos que ofrece. Aunque también tiene mucho que ver la solvente actuación de Rinko Kikuchi en el papel de la incomprendida Chieko. La cinta de González Iñárritu alcanza puntos altos con esta subhistoria.

El guion elaborado por el también mexicano Guillermo Arriaga es pretencioso. En él intenta abarcar culturas distintas y hacerlas enfrentarse entre sí, señalando sus diferencias por medio del contraste y sus similitudes teniendo como punto de partida la desgracia. Abundan los personajes esquemáticos, a pesar de que las actuaciones alcanzan un buen nivel. La creación de situaciones límite, ya apreciado antes en 21 gramos, se siente por momentos forzada, y además la estructura misma hace que el espectador se sienta manipulado. A mi parecer quizá esto se deba sobre todo a que la película, a pesar de las emociones desbordantes que plasma, nunca logra ocultar del todo la cerebral dirección de González Iñárritu.

La película no quiere dejar indiferente al espectador: muestra a través de ejemplos cuidadosamente escogidos el modo en que el mundo contemporáneo se transforma en la bíblica ciudad de Babel, y enfatiza la advertencia acerca de la incomprensión frente al otro y el caos al que peligrosamente podríamos llegar. Es de agradecer el mensaje, sino fuese tan evidente. Pero a pesar de los reparos expuestos, al César lo que es del César: hay que decir que Babel resulta una cinta muy interesante y atractiva, con algunos momentos memorables, y digna de ese director talentoso y hábil que es el mexicano Alejandro González Iñárritu.