17.3.07

El laberinto del fauno: Viaje hacia la libertad

Las escenas iniciales de El laberinto del fauno (2006) nos introducen sucesivamente en el doble viaje de la niña protagonista: primero nos muestran el traslado de Ofelia y su madre gestante al pueblo donde se encuentra el capitán Vidal, nuevo esposo de la mujer y líder del ejército franquista allí instalado. La guerra civil ha concluido pero Vidal y sus hombres deben aniquilar lo que probablemente es el último bastión de la resistencia. Luego, ya instalada en el pueblo, Ofelia es guiada hacia un laberinto subterráneo donde se encuentra con el fauno, ese extraño ser que revela a la niña su verdadera naturaleza: ella es en realidad la princesa Moanna, y debe regresar al reino de sus padres a reunirse con ellos.

Estamos ante una cinta de poderosa imaginación tanto en lo visual como en lo narrativo que además, como toda obra de arte autentica, deja amplio espacio para la especulación simbólica. En sus mejores momentos, El laberinto del fauno es una película que promueve la reflexión acerca de las categorías del bien y el mal. El mexicano Guillermo Del Toro juega con ellas al acentuar y ocultar sus diferencias alternadamente. En ese mismo sentido, uno de los elementos que mejor representa esta imprecisión es la construcción del personaje del fauno: por un lado su aspecto físico, y por otro su discurso y sus acciones, son de una ambigüedad muy lograda.

La estructura resulta un elemento clave en la película, que adquiere un ritmo entre pausado y trepidante, y gracias a ella la tensión de la narración no decae nunca. Escenas de violencia aparecen una y otra vez, algunas de una crueldad espeluznante. Pero ese nivel de violencia adquiere muy pronto rango de moneda corriente, como si sus personajes estuvieran todo el tiempo habituados a ese extremo de horror. Asimismo, el nivel de representación en ambas historias se aleja de los cánones realistas, pues una se sirve de lo fantástico, lo mítico y lo onírico; y la otra, fundamentalmente de lo alegórico. La cinta muestra dos planos o dimensiones de la realidad (que deriva una de la otra) completamente distintas entre sí. Pero conforme avanza la narración ambas dimensiones, que al principio aparecen apenas relacionados por medio de Ofelia, progresivamente se rozan hasta finalmente encontrarse.

La diferencia crucial entre ambos planos narrativos se produce a nivel simbólico: mientras que en una de las historias —la del cruel Vidal y su ejército— no hay lugar para la elección y el libre albedrío pues es el ámbito en el que todo esta ya decidido de antemano y en el que solo queda el sometimiento y la mansedumbre; en la otra historia —la del fauno y el laberinto— sí es posible la libertad, la facultad de elegir. Recordemos que el fauno se presenta en principio como una autoridad cuyos mandatos no pueden ser desobedecidos; pero en determinado momento, debido al repentino malestar de su madre, Ofelia incumplirá sus órdenes, y al final de ello no habrá consecuencias negativas de ningún tipo: se trata únicamente de probar la responsabilidad y el compromiso de la niña frente al reino de sus padres.

El capitán Vidal es otro de los personajes sabiamente elaborados. El dibujo de su perfil deliberadamente maniqueo no es un error de Del Toro sino, por el contrario, todo un logro. A mi modo de ver, no había mejor manera de enfatizar la lucha contra lo maligno. Vidal es ese lado oscuro contra el que se opone la inocencia y el ideal. Basta verlo en todas las escenas violentas de la película: enfrentándose abiertamente en los bosques con los hombres de la resistencia, torturando al prisionero, desfigurando a un pastor ante la mirada de su padre, etc. Para Vidal, los seres humanos tienen derecho a vivir únicamente si sirven a sus propios fines retorcidos. Son solo piezas utilitarias. Incluso desea con ansia el nacimiento de su hijo, aun a costa de la muerte de la madre, pues simplemente ve en ello una forma de perpetuarse. De allí que el afán de Ofelia por rescatar a su hermano de la vigilancia de su padrastro signifique no solo liberar al futuro de una convivencia con el terror, sino además de evitar que a la humanidad venidera no le quede otra opción que convertirse en los herederos del mal.

8.3.07

Buenos muchachos: El incendio de un sueño

Buenos muchachos (1990), el imprescindible filme de Martin Scorsese, es el testimonio de un sujeto llamado Henry Hill sobre su vida como parte de la mafia italiana instalada en su barrio de Brooklyn (El guion está basado en el libro Wise guy de Nicholas Pileggi, que cuenta la experiencia del Henry Hill real). El director se sirve de una narración casi por completo lineal que muestra paulatinamente el ascenso, el esplendor y la caída del personaje principal. Desde niño, el sueño de Henry era convertirse en un gangster, y ese deseo pronto se hace realidad. El primer contacto con la mafia resulta definitivo. Desde entonces, lo veremos introducirse en el mundo del crimen con mucha naturalidad, y sobre todo manejarse con cierta habilidad al momento de resolver situaciones clave con las que consigue ganarse del todo al bando gangsteril. En ese sentido, Buenos muchachos es, a la vez, una crónica, desde adentro y ampliamente detallada, sobre la mafia de la segunda mitad del siglo XX, sobre su modus operandi, y sobre la relación entre los miembros de la organización (ese peculiar sentido de amistad y lealtad con que se manejan).

Henry convive con individuos de la peor laya. Él mismo es ya uno de ellos. Scorsese nos muestra diversos perfiles sicológicos al interior de la mafia: Jimmy Conway, el líder y gangster implacable, interpretado por Robert de Niro; el impulsivo y radical Tommy, caracterizado por Joe Pesci; o incluso Paul Cicero, ese tipo de pocas palabras pero experto manipulador que compone Paul Sorvino. Lo que se busca es, pues, que el espectador conviva con ellos en el transcurso de sus peripecias, para intentar comprender por qué estos personajes se instalaron en la mafia y viven la vida que llevan. Pero, a medida que transcurre la película, la respuesta a ese cuestionamiento, lejos de aclararse, alcanza múltiples aristas, pero ninguna definitiva: lo que Scorsese persigue es hacer que el espectador repare en que, sea el tipo de persona que sea, no existe explicación suficiente que determine cabalmente por qué un individuo decide convertirse en gangster.

Henry Hill, interpretado por Ray Liotta, es un personaje fascinante. No podemos decir de él que sea una mente criminal brillante, ese autor intelectual necesario a la hora de tramar los mejores golpes; tampoco posee el liderazgo ni la destreza de someter a cualquiera; y por último, ni siquiera es un sicario, un verdugo de sangre fría. Entonces ¿cómo es que Henry, a pesar de su sangre irlandesa, consigue escalar posiciones al interior de una organización tan violentamente cerrada sobre sí misma? Es su propia personalidad, tan mediocre, lo que al principio lo ayuda en su permanencia en el grupo, pues nunca demuestra ambición por el liderazgo ni busca conflictos gratuitos: es tan solo un compañero apacible y manipulable. Pero esa misma personalidad, tan dubitativa, será la que lo lleve a su propio fin. Y es que en el fondo Henry Hill no es un gangster. Nunca consigue serlo del todo, pues no lo lleva en la sangre ni aprende a serlo. Carece del talento necesario. Su comportamiento, por más que se esfuerce, casi siempre es gris, sin brillo. Incluso su momento de esplendor es mediocre. Es solo un individuo inseguro, timorato, necesitado de pertenecer a algún grupo social que lo acoja y lo proteja.

La parte final de Buenos muchachos es impresionante: aquel sujeto que tempranamente había cumplido su sueño y que estaba destinado a tener éxito (a su manera) en la vida, se ha convertido en un ser insignificante, un cadáver viviente. Un individuo cuyo imperio ha sido destruido, cuyos amigos han sido aniquilados, y a quien no le queda otra cosa que vivir el resto de su existencia soportando cada día el asalto de esos inclementes recuerdos en los que él, alguna vez, en algún lugar, fue alguien.